El verbo justo, de Liliana Allami, es uno de los relatos que he leído últimamente donde la forma y el contenido se llevan mejor, el qué y el cómo irradian esa armonía alentadora que en el teatro producen los actores cuando han ensayado bien una obra. Y uno entonces, como espectador-lector, se deja llevar por sus páginas sin hacer fuerza para que por favor no decaigan, con la seguridad de que hay un narrador que sabe perfectamente el camino. Y ciertamente “el verbo es justo”… y encarna entre nosotros. Y logra hacerse carne absoluta y felizmente, al modo de las grandes narraciones: es decir, dándonos la ilusión no de estar leyendo un buen texto –que es la gran tentación de muchos escritores incluso excelentes- sino de estar viviendo una situación en carne viva, encarnando, por ejemplo, como la propia hija, aquella escena en que, frente al deterioro físico del padre, “saludaste con la sonrisa puesta, como Dios manda. La dignidad te apuntalaba el cuerpo. Cruzaste las piernas, comiste el canapé, halagaste las virtudes del bocado, igual a una mujer sin grietas”.

Porque El verbo justo, por esa concepción donde forma y contenido hacen una alianza perfecta, a la que, además y sincrónicamente, se agrega el mérito del famoso “modo justo” literario, ofrece al lector la mayor virtud que en mi opinión seduce en una ficción: y es que no lo parezca, que opere como si fuera una realidad en la que se sumerge cada lector, como un capítulo de su propia vida. Virtud que sólo los buenos narradores de verdad, aquellos que no invaden su propia obra con demostraciones de talento, logran plenamente. Y entonces desaparecen detrás de la obra para hacer posible, como verdaderos demiurgos, ese milagro fantástico por el que sus invenciones se conviertan en secuencias de la vida del lector. Tal es el caso de Liliana Allami y muy justamente en El verbo justo.

Fernando Sánchez Sorondo